Dice Alejandro Poiré, que: “Si nos parece que tenemos una clase política indigna y miserable es porque como sociedad no nos distinguimos mucho de ella. Es porque nuestra calidad cívica es también paupérrima y vergonzosa.”

¿Usted qué opina estimado lector?

¿Si, es así? ¿De verdad los mexicanos estamos cerca de ser indignos y miserables y, por ello quienes nos representan solo reflejan lo que somos?

No comulgo con Poiré, pero si Usted sí, créame, le aplico la acuñada frase cuya autoría aún se disputa entre los filósofos Voltaire y Tallentyre: “No estoy de acuerdo con lo que dice, pero lucharé hasta la muerte su derecho de expresarlo”.

Le doy mi punto de vista, esperando que si no coincide conmigo, también me aplique la citada frase.

No estamos ni cerca -en general- de ser indignos y miserables. Ni tampoco la mayoría de nosotros poseemos una calidad cívica paupérrima y vergonzosa.

Lo que pasa es que aunque pudiera parecer ilógico, la imagen de gobiernos corruptos les conviene a los actores polìticos: esa indecorosa reputación los hace blindarse de amenazas de los ciudadanos de bien, pues, ¿Cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a participar `si nada se puede hacer`, si todo está `de la chingada`?

La desilusión es una de sus principales aliadas. No es casualidad, considero, que sean los casos de excepción aquellos políticos honestos y con una gran

fuerza transformadora. No es casualidad, tampoco, que tengamos que escoger siempre entre el menor de los males.

Y es que por más extraño que se lea, creo firmemente en que la mayoría de los partidos le apuestan a que reinen los deshonestos y los incompetentes entre sus filas. Y, permítanme llamarle a eso, así: La Trampa del ´todos somos iguales´, en la que estimo cayó Poiré y, desafortunadamente cae la mayoría.

¿A dónde se van los jóvenes brillantes? ¿Cuál es el incentivo para participar? ¿Hay remedio o no?

Contesto rápido, por orden, las tres. Uno. No deben caer en la trampa a la que hago alusiòn, no deben irse a ningún lado, no hoy. Dos. El incentivo es claro: romper el maleficio de la desilusión: ¿O, que crezcan nuestros hijos entre la corrupción que nos tocó vivir a nosotros? Tres. Sí, sí hay remedio. ¿O no?